Al principio las pequeñas ciudades
dependían de los señores feudales o del rey, pero conforme fueron
creciendo económica y demográficamente, fueron consiguiendo
privilegios especiales comprando su libertad, y entonces los reyes
les concedieron fueros, unas leyes por las que los
ciudadanos se hacían libres.
Además de los fueros, consiguieron
cartas de población, que servían para que la gente poblase las
ciudades. La ciudad les prometía una casa, unas tierras gratis o el
privilegio de no pagar impuestos durante algún tiempo. Así se
repoblaron las ciudades.
Las ciudades pertenecían al rey y uno de los privilegios que tenían
las ciudades era el del autogobierno, con un alcalde y unos
concejeros elegidos por el patriciado urbano, que era el conjunto
de nobles, eclesiásticos y altos burgueses que controlaban la
ciudad.
De esta manera, las ciudades se
gobernaban por la comuna, la asamblea de los ciudadanos, pero con el
tiempo, se creó un consejo, que era como una aristocracia. Los miembros de ese consejo eran los
magistrados. Estos hacían las leyes, las aplicaban, administraban
justicia, recaudaban impuestos y hacían cumplir las leyes.
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