Gracias al aumento de la producción
agrícola, las hambrunas disminuyeron, y la gente pudo disponer de
los alimentos básicos necesarios además de dietas más completas
gracias al crecimiento del comercio. Consecuentemente, la tasa de
natalidad comenzó un proceso de crecimiento de la que la sociedad
actual puede tener envidia, y la esperanza de vida fue mayor.
La población creció lentamente llegando a
duplicarse a comienzos del siglo XIV, aumento que se vio frenado en
1348 por la llegada de la Peste Negra, que diezmó la población
europea.
Debido a este aumento demográfico, el
paisaje se vio gravemente afectado, pues fue necesario cultivar más
tierras y construir nuevos lugares para vivir. Para extender el
terreno poblado hubo que talar bosques, desecar pantanos y marismas,
repoblar aldeas abandonadas y destruidas por la guerra, y ganar
tierra al mar construyendo diques y cegando dichas zonas.
El comercio urbano y la oportunidad
laboral en las ciudades animaron a miles de campesinos que no tenían
sin trabajo debido al crecimiento de la población a migrar a las
ciudades, donde tenían más posibilidades de encontrar trabajo y de
mejorar socialmente.
Estos cambios
confluyen en la repoblación y la reaparición de
las ciudades. Éstas recuperaron su importancia y florecieron
convirtiéndose en la característica principal de la Baja Edad
Media.
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